martes, 27 de agosto de 2019

Hemeroteca: Último tañido en Cañizal, en Diario de León (25 de febrero de 2018).





CULTURA ■ PATRIMONIO POPULAR

El último tañido de Cañizal

La única persona que, en la práctica, habita este pueblo de la zona de Rueda se ha visto obligada a ‘acoger’ en su casa la campana de la iglesia tras el desplome de parte de un templo cerrado desde hace años, que amenaza ruina total y que ya ha sido expoliado
La campana a la que ha dado cobijo en su casa el pedáneo. Foto Jesús F. Salvadores.
Aquel siniestro «camión de la muerte» que, en los años de la guerra civil, recorría los pueblos para sacar de sus camas a los enemigos de la patria y fusilarlos en cualquier prado o cuneta, no produjo absolutamente ninguna tropelía en Cañizal de Rueda. ¿La razón? Sencillamente porque, por más vueltas que dio, no lo encontró.
Es una historia muy popular en la comarca que, a la vez, resulta elocuente de lo escondida que está a la vista esta aldea del municipio de Gradefes, recogida en un vallejo entre la Hoja de Valduvieco y el Condado del Porma. «Esto, ni es montaña, ni es ribera, ni tiene regadío, ni es una cosa ni la otra», dice José Antonio López Llamazares, pedáneo y único habitante más o menos permanente de Cañizal, y quien ha decidido dar cobijo en su propia casa a la campana de una iglesia en estado más que deplorable. Un objeto que en León siempre ha sido percibido como símbolo de la existencia y permanencia de cualquier entidad de población y cuya suerte entiende también López Llamazares como ligada al futuro de la localidad. «La otra está rajada y ya no suena, pero ésta es muy buena, mírala». Y la enseña como si fuera un herido animal de bronce recogido en la cuadra.
La campana se cayó de la torre hace dos veranos y este vecino, trabajador de la Diputación desde hace 32 años, muy conocido en la montaña por su habilidad al volante de la quitanieves, la alojó bajo techado. «Di parte al Obispado, llevo enviados dos o tres escritos, y nada», cuenta. La campana es superviviente de un templo en caída libre. «Han entrado por lo menos dos veces, y por eso remití también denuncias al ayuntamiento y a la diócesis», recuerda, y muestra el estado límite del atrio, y el desplome del tejado en la zona del altar, un gran boquete por el que entra la lluvia y la nieve, y que abre la puerta a la ruina total. «Ya cuando comenzó a irse todo el mundo y se cerró la iglesia, hará cuarenta años, se llevaron una pila bautismal muy antigua que había», dice, y es de fama que en aquel período de letargo, hace cuatro décadas, aparecieron unos operarios dispuestos a llevarse las dos campanas. «Pero les salió al paso una señora con la horca y les dijo que las soltasen, que mientras ella viviera, las campanas no se movían de su sitio», narra el presidente del pueblo.
Hace 23 años, la iglesia acogió su último oficio, el bautizo del segundo hijo de José Antonio López, reabierta y preparada para la ocasión. Desde entonces, el silencio anidó en ella. Y una rendija permite ver tallas y fragmentos de retablo abandonados entre un montón de escombros.
A pesar de todo, en Cañizal titilan luces de esperanza. Algunas casas están arregladas —el propio López ha comprado y restaurado una con todo mimo hacia la arquitectura tradicional, bien enlucidas de barro y paja las paredes—; a sus fiestas de verano, en la única calle del pueblo, acude gente de toda la contorna y en verano revive ligeramente con descendientes de quienes un día se fueron a Barcelona, el País Vasco o Madrid.
«Yo nací en 1959 y hasta hace cosa de treinta años no había forma de entrar ni de salir de Cañizal en coche, no teníamos carretera», explica, y recuerda que cuando marchó de niño a estudiar interno a León, sus padres le llevaban la ropa limpia, andando y una vez por semana, hasta el coche de línea que pasaba por San Cipriano del Condado.
Doce o catorce ovejas, cuatro o cinco vacas, una yegua, algunos prados y huertas... los habitantes de las quince casas abiertas que llegó a tener Cañizal practicaban una economía de subsistencia tan precaria que a López Llamazares le sigue pareciendo milagroso que, en su caso, diera lo suficiente como para procurarle estudios. Eso a partir de los 8 años, porque sus primeras letras las recibió aquí («éramos veinte niños en la escuela», añora). Sus padres acabarían también por irse a la capital provincial pero él permanece fiel, de continuo, al pueblo natal. También con un sentido de responsabilidad. Como pedáneo, entre sus orgullos está la mejora del alumbrado y entre sus retos, la ampliación del depósito de aguas. En su día propuso al Obispado un plan para arreglar la iglesia, poniendo Cañizal («a pesar de que nuestros ingresos son mínimos», avisa) 6.000 euros. «Lo rechazaron. Tenían otras prioridades». Problemas comunes a muchos otros lugares de la provincia. Según el INE, 98 pueblos leoneses tienen menos de diez habitantes.
Otra obra que tiene en mente es la mejora del terreno que rodea a la fuente local, de excelente agua, con unos cuantos bancos y plantas. «Para que dé otra impresión, y que al menos la gente que venga se siente y pueda echar un parlao», planea López. Y a la vista de lo recoleto y calmado del pueblo, remata: «Porque una cosa te voy a decir: el que viene a Cañizal, vuelve. Tarde o temprano».

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